Manuel Padorno 1933-2002
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El otro lado *

Miguel Casado

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Quizá la convicción más constante de Manuel Padorno era que las coordenadas de la percepción en Occidente han permanecido inmóviles desde Giotto y ese molde limita la realidad a un ámbito estrecho y cada vez más enrarecido, más irrespirable; la mayor parte de nuestras desdichas cabrían en este razonamiento. En consecuencia, el propósito de su obra es acceder a otra realidad distinta de la que se percibe, pero que no por ello es metafísica en sentido estricto: su materialidad reside, aun oculta, en aquello que sí percibimos, está ahí.

Trastornar la percepción para cambiar la vida era la mítica propuesta del vidente rimbaudiano y con ella se abre también la monumental Canción atlántica: “Yo trabajo en abrir, sin disciplina / alguna, mis sentidos”. El lado fuertemente físico de lo perceptivo –“viejas instalaciones de la carne, / arterias renovadas, venas, nervios…”– no impide la sensación de riesgo, de inseguridad y ruptura, la aspereza de cada retorno a las medidas cotidianas. Y eso que, frente al desarreglo predicado por Rimbaud, Padorno opta por una vía que explota a fondo los yacimientos de la razón, la vía de una obsesión metódica, casi científica: “Qué máquina perfecta, los sentidos / equivocándose, a pleno rendimiento”; venimos a entender así el modo reiterativo y la formalización numérica que tanto habían operado en su última escritura, el sistema de ecos y seriaciones, la tarea de disección, lo tentativo e insistente… De un modo próximo describía Barthes la elaboración utópica de Fourier: “su ¢delirio¢ verbal –decía–, fundado en cálculo, es esencialmente enumerativo”, y anticipamos en su juicio el nombre de trabajo que en Canción atlántica se da a los poemas, siempre otorgándole cualidades que lo separan del cálculo y lo acercan al delirio o la utopía: sin disciplina, imposible, “sólo estoy preparado para nada. / Es mi oficio”.

El extraño laborar de los sentidos se manifiesta en el texto como trabajo de lenguaje: la página en blanco es indistinta del marco de la ventana, por donde cruzan las gaviotas. En este espacio experimenta Padorno el sufrimiento de los viejos utopistas, cuando no encontraban sino los elementos del mundo ya conocido para sugerir el nuevo que lo subvertiría; este problema, la pervivencia de restos de un lenguaje desfasado para referirse a una realidad de otro orden, ha sido fundamental para la filosofía de la ciencia –por ejemplo, Kuhn– al considerar los cambios de paradigma. Pero, ciertamente, es también el problema nuclear de la poesía, el que todo poeta aborda para constituirse en cuanto tal, y Canción atlántica, a la vez que lo asume, se atreve a tematizarlo: en este libro el trabajo poético crece mientras explora sus propias condiciones de posibilidad: “¿Qué nombre darle a un árbol que no se / parece a un árbol y es un árbol? ¿Cómo / sin serlo se parece tanto?”. Padorno sabe que este tipo de comparación conduce a clasificar en géneros y especies, a abstraer en vez de acercarse a lo real; y entonces declara: “únicamente sé la maravilla”, abrazando el lugar de lo individual, la permanente excepción, la ruina de los catálogos.

La paradoja –ese “monstruo de la verdad” que, para Gracián, engendraba criaturas– acaba siendo la puerta por la que Padorno vislumbra camino para su construcción utópica: la que, con lema juanramoniano, llama el otro lado. La utopía es aquí, por una parte, temporal; constructiva, por otra. Es temporal, porque no se acoge a la coartada del futuro y rechaza una idea de la vida como proceso, como hilo que va tejiéndose; ella no concibe, en cambio, renuncia ni aplazamiento, ni admite intervención del tiempo en un existir hecho de instantes, ajeno a las edades: “ya respiro una atmósfera indecible. / El aire es diferente y nunca el mismo, / sabe a un color distinto a cada paso”.

Es también una utopía constructiva, no sólo por las frecuentes referencias a la arquitectura clásica y contemporánea, sino por el carácter de su imaginación: trae hasta el presente y hasta la primera persona el recorrido de un relato que genera realidad de lo fantástico, esencialidad de la ansiedad: “el vaso en el que bebo ya no es / un recipiente de cristal. (…) / Cuando vierto el agua cae al sitio / en donde se contiene sola. Ahí la bebo”. Los poemas de Padorno narran ese otro lado, la huella de su volumen, el hálito de esas sensaciones suyas que todavía casi no podemos sentir; por decirlo con palabras de Deleuze y Guattari, “erigen un ser de lo sensible”, ofrecen “un finito que devuelva lo infinito”. O, con palabras del poeta mismo: “No dejé de creer, en modo alguno, / que llegaría a ver lo inexistente”, lo que se resumiría en: “negarme a lo evidente”.

La huella de la rima, el riesgo de la apuesta. Del programa rimbaudiano se derivó, como sabemos, una conciencia de la disgregación del yo; la razón obsesiva de Padorno parte de ella, pero situándose entre el humor y la lógica: el yo disperso, el cuerpo desmembrado –viene a proponernos– multiplican las posibilidades perceptivas: el ojo va a un sitio, mientras el oído o la nariz pueden estar en otros. La imaginación descubre en ese fenómeno un poder autónomo, un discurso creativo, tan consecuente como potenciado, divertido tanto como extraordinariamente plástico. Y la ruptura del yo puede tomar aspecto de gozosa utopía: “quiero salir de mí para volverme / alguien desconocido; el ser que quiero”. Quiero salir, el ser que quiero: el deseo abre y cierra la frase, y quizá de su vigor proceden la fluidez y la falta de límites entre los sentidos y los objetos que distinguen el peculiar mundo de Padorno; mundo luminoso y líquido, el de un nuevo Tales: “el alma que me guía. El alma agua” –como se lee en Canción atlántica.

Antes de concluir, es obligado recordar que esta fluidez y falta de límites también aboca a la inconsistencia cualquier lectura que aspire a fijarse. Donde hablábamos de construcciones arquitectónicas, de lógica obsesiva, podríamos haberlo hecho de sonambulismo y dejación, de poemas que reclaman, como forma de conocer, la idiotez o el alelamiento. La paradoja no es una herramienta, es el mundo; en ella poco puede cerrarse. El hombre del otro lado se traza también en la negación: “Sigo señal carencia. Sólo quiero / ir caminando lo irreconocible”. Pero hay ahí, incluso en esa carencia, un olor, un sabor –refiere Padorno–, y aunque los identificáramos con el deseo y el no saber, por ello no dejarían de sentirse. Ése sería el juego.




*Para la mesa redonda: Sobre la poética de Manuel Padorno: el hombre que llega al exterior, Círculo de Bellas Artes de Madrid, 2 de octubre de 2003