El lienzo

Llovía finamente en Amsterdam. Llovía delgadamente. Fui al Stedelijk Museum.

Yo no sabía que ella estaría allí viendo a Willen de Kooning. No podía saberlo.
Pero al entrar la vi allí entonces, de espalda. Y la reconocí. No sabía cómo
seguirla, que no me viera.

Ella estuvo contemplando aquel cuadro de De Kooning largo tiempo. De arriba
abajo. Se iba y retornaba.

Aquella noche al oír su respiración, me dije, ese paisaje urbano debe ser algo
como esto donde vivimos. Al día siguiente, al preparar el desayuno, mirando
por la ventana, dijo, esto no se parece nada a nada. No sé cómo vivía allí
conmigo. Debíamos irnos.

Yo no creo, dijo, en la realidad exterior. ¿En mí tampoco? preguntó. Bueno
-contesté-, tú no me dejas ver el paisaje. Estás delante. ¿Ah, sí? Nunca me
gustaría que te quitaras delante del paisaje que no existe. No vería nada.

Al entrar en el baño, al desnudarme, aquel invierno, pude verla al fin. Ningún
paisaje exterior era como su cuerpo desnudo delante mío, de mis ojos, ninguno.
Ella no lo supo hasta muy tarde cuando abrió la ventana, y le dije: yo sólo
quiero ver algo dentro, no fuera. Trato de verte. Ven aquí. Déjame que te vea.

Al fin quiso.

El hombre que llega al exterior (1987-1988), 1990