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Largo sillón cereza verde pálida
line-up floral, la lámpara de tierra
vieja alumbra el rincón arrobadito,
alto muro contra el que chapotea
Hotel Madrid, la puerta sucedida,
la ventana que cae al Gabinete
raída la cortina café crema clara,
la luz Plaza Cairasco flota, se echa
encima, tunde, por la alfombra, dobla
dulce mesita larga y mira embelesada
a la palmera fija fuera, dentro
de su nidal de asfalto; sube y vibra
el laurel indio con su pie anchuroso,
la guagua arranca, el coche da la vuelta,
espanta la zumbona mosca, aleja
el abejorro a la barranca, quema
la claridad que se aposenta, el filo luce,
el salón comedor pliega la puerta,
cierra el ala de bronce, la acabada
al final de la tarde, la luz sola
cierra ya la ventana, apaga y dobla
la escalera que sube sola, timbre
que suena solo, alto reloj parado
pega el ojo a la oreja sucesiva
y entre las grietas cala turbia y clara,
detrás, la peregrina música, balcón
lejano, se abre el pliego de la calle
Triana, la comercial, trasluz que callejea.
El grifo calla, la bombilla abunda
fundida en el silencio, la cosita
tan cautelosa al fin baja de la azotea
(mueve matinalmente la colita). Abro
la gran nevera antigua todavía,
me sirvo un vaso de locura mansa
sentado en la cocina, en aquel banco
animal que respira dentro. Miro
el aromático bote de lata pintada,
la botella vestida, el queso que se roe
abandonado entre los ramos secos,
el tomillo enrollado. Sola, alguien
camina por la lejanía, escucho
el roce arenoso de la zapatilla
roja, ancho rumor de falda blanca
oscuridad no tiene y la muchacha
susurra rehago esto de vivir.
Una bebida desconocida, 1986
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